domingo, 14 de diciembre de 2008

A una estatua de proa

EN las arenas de Magallanes te recogimos cansada navegante, inmóvil bajo la tempestad que tantas veces tu pecho dulce y doble desafió dividiendo en sus pezones. Te levantamos otra vez sobre los mares del Sur, pero ahora fuiste la pasajera de lo oscuro, de los rincones, igual al trigo y al metal que custodiaste en alta mar, envuelta por la noche marina.

Hoy eres mía, diosa que el albatros gigante rozó con su estatura extendida en el vuelo, como un manto de música dirigida en la lluvia por tus ciegos y errantes párpados de madera. Rosa del mar, abeja más pura que los sueños, almendrada mujer que desde las raíces de una encina poblada por los cantos te hiciste forma, fuerza de follaje con nidos, boca de tempestades, dulzura delicada que iría conquistando la luz con sus caderas.

Cuando ángeles y reinas que nacieron contigo se llenaron de musgo, durmieron destinados a la inmovilidad con un honor de muertos, tú subiste a la proa delgada del navío y ángel y reina y ola, temblor del mundo fuiste. El estremecimiento de los hombres subía hasta tu noble túnica con pechos de manzana, mientras tus labios eran oh dulce! humedecidos por otros besos dignos de tu boca salvaje.

Bajo la noche extraña tu cintura dejaba caer el peso puro de la nave en las olas cortando en la sombría magnitud un camino de fuego derribado, de miel fosforescente. El viento abrió en tus rizos su caja tempestuosa, el desencadenado metal de su gemido, y en la aurora la luz te recibió temblando en los puertos, besando tu diadema mojada.

A veces detuviste sobre el mar tu camino y el barco tembloroso bajó por su costado, como una gruesa fruta que se desprende y cae, un marinero muerto que acogieron la espuma y el movimiento puro del tiempo y del navío. Y sólo tú entre todos los rostros abrumados por la amenaza, hundidos en un dolor estéril, recibiste la sal salpicada en tu máscara, y tus ojos guardaron las lágrimas saladas.

Más de una pobre vida resbaló por tus brazos hacia la eternidad de las aguas mortuorias, y el roce que te dieron los muertos y los vivos gastó tu corazón de madera marina. Hoy hemos recogido de la arena tu forma. Al final, a mis ojos estabas destinada. Duermes tal vez, dormida, tal vez has muerto, muerta: tu movimiento, al fin, ha olvidado el susurro y el esplendor errante cerró su travesía.

Iras del mar, golpes del cielo han coronado tu altanera cabeza con grietas y rupturas, y tu rostro como una caracola reposa con heridas que marcan tu frente balanceada. Para mí tu belleza guarda todo el perfume, todo el ácido errante, toda su noche oscura. Y en tu empinado pecho de lámpara o de diosa, torre turgente, inmóvil amor, vive la vida. Tú navegas conmigo, recogida, hasta el día en que dejen caer lo que soy en la espuma.

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