viernes, 12 de diciembre de 2008

A Rafael Alberti

(Puerto de Santa María, España). RAFAEL, antes de llegar a España me salió al camino tu poesía, rosa literal, racimo biselado, y ella hasta ahora ha sido no para mí un recuerdo, sino luz olorosa, emanación de un mundo.

A tu tierra reseca por la crueldad trajiste el rocío que el tiempo había olvidado, y España despertó contigo en la cintura, otra vez coronada de aljófar matutino. Recordarás lo que yo traía: sueños despedazados por implacables ácidos, permanencias en aguas desterradas, en silencios de donde las raíces amargas emergían como palos quemados en el bosque. Cómo puedo olvidar, Rafael, aquel tiempo?

A tu país llegué como quien cae a una luna de piedra, hallando en todas partes águilas del erial, secas espinas, pero tu voz allí, marinero, esperaba para darme la bienvenida y la fragancia del alhelí, la miel de los frutos marinos.

Y tu poesía estaba en la mesa, desnuda. Los pinares del Sur, las razas de la uva dieron a tu diamante cortado sus resinas, y al tocar tan hermosa claridad, mucha sombra de la que traje al mundo, se deshizo.

Arquitectura hecha en la luz, como los pétalos, a través de tus versos de embriagador aroma yo vi el agua de antaño, la nieve hereditaria, y a ti más que a ninguno debo España. Con tus dedos toqué panal y páramo, conocí las orillas gastadas por el pueblo corno por un océano, y las gradas en que la poesía fue estrellando toda su vestidura de zafiros. Tú sabes que no enseña sino el hermano.

Y en esa hora no sólo aquello me enseñaste, no sólo la apagada pompa de nuestra estirpe, sino la rectitud de tu destino, y cuando una vez más llegó la sangre a España defendí el patrimonio del pueblo que era mío. Ya sabes tú, ya sabe todo el mundo estas cosas. Yo quiero solamente estar contigo, y hoy que te falta la mitad de la vida, tu tierra, a la que tienes más derecho que un árbol, hoy que de las desdichas de la patria no sólo el luto del que amamos, sino tu ausencia cubren la herencia del olivo que devoran los lobos, te quiero dar, ay!, si pudiera, hermano grande, la estrellada alegría que tú me diste entonces.

Entre nosotros dos la poesía se toca como piel celeste, y contigo me gusta recoger un racimo, este pámpano, aquella raíz de las tinieblas. La envidia que abre puertas en los seres no pudo abrir tu puerta ni la mía. Es hermoso como cuando la cólera del viento desencadena su vestido afuera y están el pan, el vino y el fuego con nosotros dejar que aúlle el vendedor de furia, dejar que silbe el que pasó entre tus pies, y levantar la copa llena de ámbar con todo el rito de la transparencia. Alguien quiere olvidar que tú eres el primero?

Déjalo que navegue y encontrará tu rostro. Alguien quiere enterrarnos precipitadamente? Está bien, pero tiene la obligación del vuelo. Vendrán, pero quién puede sacudir la cosecha que con la mano del otoño fue elevada hasta teñir el mundo con el temblor del vino?

Dame esa copa, hermano, y escucha: estoy rodeado de mi América húmeda y torrencial, a veces pierdo el silencio, pierdo la corola nocturna, y me rodea el odio, tal vez nada, el vacío de un vacío, el crepúsculo de un perro, de una rana, y entonces siento que tanta tierra mía nos separe, y quiero irme a tu casa en que, yo sé, me esperas, sólo para ser buenos como sólo nosotros podemos serlo.

No debemos nada. Y a ti sí que te deben, y es una patria: espera. Volverás, volveremos. Quiero contigo un día en tus riberas, ir embriagados de oro hacia tus puertos, puertos del Sur que entonces no alcancé. Me mostrarás el mar donde sardinas y aceitunas disputan las arenas, y aquellos campos con los toros de ojos verdes que Villalón (amigo que tampoco me vino a ver, porque estaba enterrado) tenía, y los toneles del jerez, catedrales en cuyos corazones gongorinos arde el topacio con pálido fuego. Iremos, Rafael, adonde yace aquel que con sus manos y las tuyas la cintura de España sostenía.

El muerto que no pudo morir, aquel a quien tú guardas, porque sólo tu existencia lo defiende. Allí está Federico, pero hay muchos que, hundidos, enterrados, entre las cordilleras españolas, caídos injustamente, derramados, perdido cereal en las montañas, son nuestros, y nosotros estamos en su arcilla.

Tú vives porque siempre fuiste un dios milagroso. A nadie más que a ti te buscaron, querían devorarte los lobos, romper tu poderío. Cada uno quería ser gusano en tu muerte. Pues bien, se equivocaron. Es tal vez la estructura de tu canción, intacta transparencia, armada decisión de tu dulzura, dureza, fortaleza, delicada, la que salvó tu amor para la tierra. Yo iré contigo para probar el agua del Genil, del dominio que me diste, a mirar en la plata que navega las efigies dormidas que fundaron las sílabas azules de tu canto.

Entraremos también en las herrerías: ahora el metal de los pueblos allí espera nacer en los cuchillos: pasaremos cantando junto a las redes rojas que mueve el firmamento. Cuchillos, redes, cantos borrarán los dolores.

Tu pueblo llevará con las manos quemadas por la pólvora, como laurel de las praderas, lo que tu amor fue desgranando en la desdicha. Sí, de nuestros destierros nace la flor, la forma de la patria que el pueblo reconquista con truenos, y no es un día solo el que elabora la miel perdida, la verdad del sueño, sino cada raíz que se hace canto hasta poblar el mundo con sus hojas.

Tú estás allí, no hay nada que no mueva la luna diamantina que dejaste: la soledad, el viento en los rincones, todo toca tu puro territorio, y los últimos muertos, los que caen en la prisión, leones fusilados, y los de las guerrillas, capitanes del corazón, están humedeciendo tu propia investidura cristalina, tu propio corazón con sus raíces.

Ha pasado el tiempo desde aquellos días en que compartimos dolores que dejaron una herida radiante, el caballo de la guerra que con sus herraduras atropelló la aldea destrozando los vidrios. Todo aquello nació bajo la pólvora, todo aquello te aguarda para elevar la espiga, y en ese nacimiento se envolverán de nuevo el humo y la ternura de aquellos duros días.

Ancha es la piel de España y en ella tu acicate vive como una espada de ilustre empuñadura, y no hay olvido, no hay invierno que te borre, hermano fulgurante, de los labios del pueblo. Así te hablo, olvidando tal vez una palabra, contestando al fin cartas que no recuerdas y que cuando los climas del Este me cubrieron como aroma escarlata, llegaron hasta mi soledad.

Que tu frente dorada encuentre en esta carta un día de otro tiempo, y otro tiempo de un día que vendrá. Me despido hoy, 1948, dieciséis de diciembre, en algún punto de América en que canto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario